Él le dijo: levántate y no peques más… Su vestido estaba sucio y ella, de rodillas sobre la tierra. No era la primera vez que ella escuchaba estas palabras, y eso era lo que más le dolía. ¿Cómo podía ese hombre recibirla y perdonarla después de haber recaído?
Ningún hombre la había amado como ese, y sin embargo, ella no había amado a ese hombre tanto como había amado a los otros; es por eso que se avergonzaba cada vez que recibía su perdón en lugar de un rechazo, de un reclamo, de un golpe…
Había regresado a Él porque sabía que la estaría esperando anhelante, amoroso, paciente, gozoso; igual que las otras veces. Había regresado a Él porque sabía que no encontraría otros brazos entre los cuales esconder su dolor, su pena, su humillación, su vergüenza…
Había sido desechada. Como esa otra mujer, la Samaritana, algunos hombres habían pasado por su vida, y el último que había amado tampoco había querido ni había podido compartir la suya con ella.
Él lo sabía. Ninguna cosa le era oculta. La escala tonal del corazón de esta mujer estaba descubierta para Él: los tonos claros, los medios, los oscuros… Pero no le importaba. Era su especial tesoro y estaba dispuesto a, como se hace con una piedra preciosa, con gran precisión tallarla y pulirla hasta hacer resaltar su fulgor y belleza. Belleza que, debido a la densa opacidad que la cubría había estado oculta a los ojos de los demás, pero no a los de Él.
Era una dura gema que había de ser tratada por la mano del artesano en un proceso largo y doloroso, pero necesario para conseguir la pureza y forma perfectas que le harían digna de ser llamada “Diamante”.
Ningún hombre la había amado como ese, y sin embargo, ella no había amado a ese hombre tanto como había amado a los otros; es por eso que se avergonzaba cada vez que recibía su perdón en lugar de un rechazo, de un reclamo, de un golpe…
Había regresado a Él porque sabía que la estaría esperando anhelante, amoroso, paciente, gozoso; igual que las otras veces. Había regresado a Él porque sabía que no encontraría otros brazos entre los cuales esconder su dolor, su pena, su humillación, su vergüenza…
Había sido desechada. Como esa otra mujer, la Samaritana, algunos hombres habían pasado por su vida, y el último que había amado tampoco había querido ni había podido compartir la suya con ella.
Él lo sabía. Ninguna cosa le era oculta. La escala tonal del corazón de esta mujer estaba descubierta para Él: los tonos claros, los medios, los oscuros… Pero no le importaba. Era su especial tesoro y estaba dispuesto a, como se hace con una piedra preciosa, con gran precisión tallarla y pulirla hasta hacer resaltar su fulgor y belleza. Belleza que, debido a la densa opacidad que la cubría había estado oculta a los ojos de los demás, pero no a los de Él.
Era una dura gema que había de ser tratada por la mano del artesano en un proceso largo y doloroso, pero necesario para conseguir la pureza y forma perfectas que le harían digna de ser llamada “Diamante”.